Mi
madre me peinaba cada mañana, nunca dejaba que lo hiciera Tzetsdotal.
Decía que la cabeza de una niña no puede dejarse en manos de una
criada. Primero me metía los dedos en el pelo enmarañado y luego con un peine de dientes de coral estiraba mi cabello
rubio. Antes de dejarme en manos del sacerdote Pretabordet, me
susurraba al oído que siempre sería su hija estuviera donde
estuviera. Que jamás podría romperse nuestra unión, como ella
seguía unida a su madre.
Pretabordet
por aquel entonces no tenía el poder que con los años llegaría a
albergar, tras la muerte de mi padre. En aquella época de oscuridad
y cielos turbios en los que la sequía abandonó la gracia de
nuestros campos y las mujeres empezaron a parir niños muertos. Pero
eso fue mucho tiempo después de que yo me fuera, mucho tiempo
después de que el joven Pretabordet, iniciado a su vez por su abuelo
en el arte de la interpretación divina, me preparara para el gran
día. Y ya que tengo esta oportunidad, me gustaría recordarlo con
cariño aunque ya no quede nadie que lo haga pues con el paso de los
años se volvió intransigente, inflexible y tan férreamente
dogmático que ni la pureza de toda la sangre que vertió en semanas
y semanas de sacrificios a los dioses pudo calmar su alma
torturada. Conmigo fue delicado, cuidadoso y me enseñó lo poco que
sé de aquel mundo en el que viví y morí hasta mis trece años. Y
me regaló también simples consignas para sobrevivir a los primeros
impases de soledad en este mundo de luz y soledad en el que ahora me
hallo.
En
aquellos días, después de mis encuentros con Pretabordet y sus
cánticos y rezos a la madre Luna, regresaba a la plaza pública bajo
la atenta mirada de mi madre y todo el séquito de nodrizas, criadas
y la guardia que nos protegían para jugar con las hijas de los
lugartenientes de mi padre. A media mañana, cuando el sol brillaba
con más fuerza, llegaba Tardovite y su hermano con la bandeja de
frutas y se arrodillaban ante mí. Tardovite tenía una mirada negra
y transparente que todavía ahora me acompaña en mis ratos de
tristeza y añoranza. Conocí la historia de los dos hermanos a
través de mi nodriza Tzetsdotal.
- Son
los hijos del primer hombre que Pretabordet sacrificó a los dioses.
Antes de segarle el cuello y dedicarle su sangre a los campos, le
concedió un deseo. El hombre pidió vida para sus hijos.
Pretabordet es un hombre de palabra.
- ¿Cómo se llamaba ese hombre, Tzetsdotal?
- Querida Slabetzat, los hombres que se sacrifican a los dioses no solo entregan su cuerpo, también entregan su nombre.
- Pero
yo voy a ir al encuentro de los dioses pronto, ¿también tengo yo que entregar mi nombre?
Dos
días antes de mi ofrenda, me despertó el llanto desconsolado de mi
madre. Se parecía mucho a los llantos de las nodrizas cuando tenían
hijos. Como si algo se rompiera por dentro. Me deslicé por el
pasillo mientras Tzetsdotal dormía y me asomé al umbral para ver a
mi madre. Arrodillada a los pies de mi padre, le arañaba las piernas
con terror mientras no hacía más que repetir 'tu puedes ofrecer a
otra, tú puedes ofrecer a otra'. Mi padre parecía una estatua. No
se movía. Ni siquiera cuando de sus piernas empezó a brotar sangre.
Pretabordet
vino a mi cámara, retiró las ropas y me tocó la mejilla. Abrí los
ojos y me encontré con su sonrisa.
- Ha
llegado el día, querida Slabetzat.
Tzetsdotal
y las otras mujeres me vistieron con las túnicas sagradas, me
coronaron con las hojas de papaya y esparcieron unos granos de tierra
entre mis cabellos, tal y como manda la tradición. Luego Pretabordet
me dio la mano y salimos a la calle. Me impresionó ver a mi pueblo
en completo silencio cediéndonos el paso hasta la pirámide central.
Ascendimos las escaleras como había estado ensayando en los últimos
meses, de espaldas a la cúpula. La ceremonia fue preciosa. Los
cánticos que Pretabordet y el resto de sacerdotes dedicaron a los
dioses el día de mi entrega despertaron los suspiros de toda la
corte. De reojo pude ver cómo mi padre rozó el brazo de mi madre. Creo
que se sentía orgulloso de la madurez que estaba demostrando frente
a todo su pueblo. Cuando el sol estuvo allá en lo alto, mi padre y
mi madre, como ordena la tradición, se levantaron y uno a cada lado
me cogieron de la mano para seguir el paso de Pretabordet, que
encabezaba la comitiva.
Del
camino hacia el cenote solo recuerdo los pájaros trinando y los ojos
de las iguanas inmóviles en el vacío. Siempre me han gustado mucho
las iguanas. Mi madre me explicaba que de bien pequeña me escapaba
de la vigilancia de Tzetsdotal y cuando me encontraban, acostumbraba a
estar hablando con alguna de ellas. Al llegar al cenote, Pretabordet
tomó la hoja sagrada, la partió en cuatro mitades y la repartió
entre mis padres, él y por último, me introdujo el cuarto cachito
debajo de la lengua. Antes de sentir el agua fría, recuerdo que
aparecieron Tardovite y su hermano con todos mis juguetes y mi dote
como consorte de los dioses. Pretabordet ordenó que lo introdujeran
todo con cuidado en las aguas verde oscuro del cenote. Tardovite
aprovechó el giro de la despedida para mirarme por última vez y vi
cómo le resbalaba una lágrima por la mejilla. Sé que antes de
bajar a las profundidades del cenote y entrar en el túnel sagrado, les sonreí a mis padres, y no
cerré los ojos, tal y como me había dicho Pretabordet que hiciera.
- Los
dioses deben saber que lo haces con amor y porque quieres hacerlo,
tu pueblo lo necesita y una princesa se debe a su pueblo.
La
muerte de Pretabordet estuvo rodeada de misterio. Muchos lo odiaban.
Con los años, la avaricia y el poder habían corroído todo lo bueno
que una vez tuvo. Se acusó al sacerdote Hertzadotz de su asesinato,
pero no fue él. Tardovite nunca le perdonó que me enviara a la
muerte. Jamás entendió que Pretabordet no solo me ofrecía a los
dioses en clara ofrenda por nuestro pueblo, sino que se aseguraba mi
regreso a este mundo con un alma purificada. Ojalá algún día
volvamos a encontrarnos, así tendremos la oportunidad que nunca
tuvimos entonces.
Que lindo paseo me acabas de dar por aquellos días de calor y pirámides, un abrazo fuerte
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