Los
días que siguieron a la muerte de Mara se abrieron los cielos en
preñados rayos y las puertas comunicantes ofrecieron incesantes imágenes del horror
vertido por el ser humano en todos los tiempos, el Tiempo. Quiso la
Tierra despertar la ira y la justicia de Mara en la tristeza de su ausencia y
fue así como se levantaron desde todos los rincones del mundo miles
y miles de Maras con sed de venganza. En sus sienes latían los casos
de maldad, crueldad y sadismo humanos y en su corazón hervía la
semilla de la limpieza del mal. Su sed era la sed de siglos
amamantados por la sequedad de la ignominia del hombre.
Como
los ríos en las montañas, como las venas en la piel, como las raíces hacia el núcleo de la tierra, como las gotas de agua en los pétalos de las flores, así todas
las Maras se fueron reuniendo en su caminar. Primero de a pocas,
luego en manadas y al final como ejércitos de luz estridente y mortal. Aún hoy,
la historia después de Mara las recuerda como el ejército más
temido de todos los contemplados por el hombre. Aún hoy ese capítulo
oscuro del mundo recién renacido huele al rastro de sangre culpable
que dejaron. Algunos aún pueden verlas aparecer en el horizonte con
sus dagas afiladas, sus machetes brillantes, sus pistolas recargadas
de furia y balas de plata. La mirada perdida en el vidrio de la noche, manos con
nervadura de hierro, piernas elásticas preparadas para la
contracción, la carrera y la confrontación directa, dientes
apretados a las mandíbulas y garras de animal herido invitando al
silencio eterno. En su pecho la inocencia del espíritu clamando por
las víctimas de todas las guerras, de todas las violaciones, de
todas las torturas, de todas las agresiones, de todas las
innombrables humillaciones que el hombre ha infligido en nombre de
las ideas más lícitas y de las más injustificables.
Las
Maras asesinas decapitaron, trocearon, desmembraron, tirotearon,
descuartizaron y esparcieron todos los cuerpos culpables por las
calles, las avenidas, los pueblos y las ciudades donde se escondían
los verdugos. Regaron de sangre, bilis, meados y mierda cobardes las
puertas de sus casas, sus lujosas mansiones, sus oscuras grutas, sus
refugios subterráneos. Los sacaron como comadrejas de sus escondites y los expusieron al sol para el escarnio público. Se abstuvieron, no obstante, de condenar a
aquellas mujeres u hombres que ignoraban la labor criminal de sus
cónyuges. Tampoco ejecutaron a su prole. Sin embargo, todas las
ejecuciones fueron realizadas ante la mirada y la presencia de sus seres queridos. Todas las familias
de los verdugos vieron cómo morían sus progenitores, sus mujeres, sus maridos a manos de las
Maras vengadoras: era imprescindible un castigo ejemplar. Aun a riesgo de
provocar una guerra sin fin entre mundos y tiempos, todas las Maras
persiguieron hasta el final de su cometido a todo aquel o aquella
responsable de crímenes contra la humanidad y jamás traslució en
ninguno de sus gestos cualquier atisbo de piedad, arrepentimiento o
compasión.
Nadie
sabe a ciencia cierta cuántos años duró la justicia de las Maras
en las tierras del Norte. Tampoco cuántos años fueron necesarios para las tierras del Sur, el Este y el Oeste. Muchos soles secaron la
sangre de la Tierra. Muchas lluvias limpiaron la Tierra de la sangre
vertida. Una vez acabada la misión, las Maras se retiraron a orar
durante un largo período que solo la Tierra recuerda en sus
adentros. Se cuenta que algunas no pudieron sostener las lágrimas
negras de sus almas y se suicidaron durante las primeras lunas. El
resto, renovadas por la letanía del perdón, regresaron a sus
hogares donde algunos de sus hijos y algunas de sus parejas ya las
habían sustituido. Otros, otras no las reconocieron y algunos, algunas las
rechazaban por asesinas. Pero nunca nunca ninguna Mara se volvió
para mirar atrás. Todas, vivas y muertas, sabían que un amanecer de
esperanza vendría a volcar su luz y su sombra en cualquier hora rara
de un día cuyo despertar está próximo y una nueva Mara nacerá.
Según
la profecía, Mara volverá el día en que las Maras asesinas hayan
desaparecido del mundo, cuando ya no sean necesarias para velar por
la llama de la inocencia en el ser humano.
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