Cuando
el vagabundo volvió a transitar los caminos, regresaron las lágrimas
afiladas del cielo y los temblores de la tierra abrían heridas
inesperadas en el suelo. En su corazón latía la imagen de aquella
niña. El recuerdo de su inocencia lo impulsaba a seguir, a no
rendirse. El vagabundo no sabía que la inocencia es un don de los
seres que viven velados por el amor a la madre Tierra y que solo
ellos pueden comunicarla, pues no depende de la palabra sino de la
mirada del alma. Sin embargo, aquel hombre estaba tan lleno de la
gracia que acababa de experimentar, que nada ni nadie hubiera podido
frenar sus infinitos deseos de retornar la esperanza al mundo.
Caminó
por entre ríos y mares y montañas y desfiladeros abismales que
unían lo perfecto con lo imperfecto, llevó el recuerdo borroso de
aquella niña a todos los rincones donde sus lastimadas piernas le
empujaron. Se dijo a sí mismo que si para restaurar la paz y el
futuro en el mundo hacían falta más de ocho vidas, todas las
entregaría sin dudar pues la oportunidad se da en el hombre cada
muchos cientos, miles de puertas colindantes abiertas.
Un
atardecer, rendido de fuerzas y erosionados ya todos sus nombres por
el olvido, pues en su devenir había sido todos los nombres posibles
y había legado su memoria personal en favor de la memoria de la luz
de la niña Mara, entró en la cueva de un ermitaño y exhausto le
preguntó:
- Tú
que conoces la soledad y todos los sentimientos que le son propios
al hombre, dime, ¿existe todavía alguna razón importante para
seguir el camino?
El
ermitaño lo miró compasivo y le ofreció su cuenco de arroz blanco.
El hombre comió, durmió y soñó. Nunca supo cuánto tiempo pasó
en aquella cueva de montaña pero otro atardecer lejano, un hombre
cuyos pies estaban lacerados por la fiereza de las piedras del
camino, entró al cobijo de la cueva y le dijo:
- Maestro,
he olvidado hasta mi nombre pero recuerdo la imagen de una niña,
¿sabes tú quién es?
El
hombre sintió cómo se le aceleraba el corazón mas no lograba saber
de quién le hablaba aquel vagabundo. Entonces miró a su alrededor y
le ofreció unos pocos frutos secos. El vagabundo comió, durmió y
soñó y cuando despertó, al nacer de la luz del día, ya no había
lágrimas en el cielo ni heridas abiertas en la tierra y los ríos
corrían limpios ladera abajo para encontrarse con el mar. Supo
entonces que la vida comenzaba de nuevo. ¡Renovatio! Gritó
recuperando la energia de los años de juventud en un repentino
ataque de euforia. Descendió hasta la orilla del río y con un poco
de agua fresca se bautizó con el nombre de Andrés.
Pasados
los años tranquilos de una vida anónima, la noche antes de su
última muerte, Andrés salió al balcón de madera de su casa y
recorrió en silencio todos los sitios donde amó la vida. De pronto
la niña Mara se le apareció en el rostro de su hija pequeña y le
tendió la mano para que la acompañara. A la mañana siguiente el
cuerpo de Andrés, todavía templado por el último halo de vida,
sonreía descansado sobre la silla del balcón. El suyo fue un
entierro multitudinario. Llegaron gentes de todos los lugares de la
tierra que lo recordaban con otro nombre, con otro cuerpo, con otra
familia, con otros trajes, pero al acercarse a la sábana que lo
envolvía, todos coincidían: es él, él nos habló de la niña Mara
por primera vez. A su lado, una niña sonriente les ofrecía un
pedazo de pastel.
- A
mi papá le hubiera gustado que no se fueran con el estómago vacío.
Siempre decía que el camino de regreso es más duro que el ida –
dijo la niña.
Los
asistentes al entierro todavía hoy recuerdan la sensación de
plenitud que les proporcionó aquel trozo de pastel, como si en lugar
de llenarles el buche, les hubiera llenado el vacío de sus ansias.
El tiempo ha ocultado la historia de Andrés, pero todavía hoy
conocemos los primeros pasos de la niña Mara en el mundo.
Paula Mocinho Novoa
(*) Foto Mireia Plans
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